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lunes, 17 de diciembre de 2012

Montsiña


En cada rincón, tus sonrisas esconden anécdotas de un pasado irreconocible;
cada peldaño de una única escalera de madera 
sabe cuantos niños fueron perseguidos hacia sus camas,
intentando alargar los días perfectos de un verano, donde la piel se acercaba 
a acariciar el cielo.

La terraza que observaba con numerosos ojos sabios
como la tierra es redonda
y plana en un mismo segundo;
el caer de Lorenzo y su valiente recogida por brazos que sirven de tiritas.
Una puerta de garaje blanca como la luna que nos enseño cuando desobedecer;
Se abre con las doce manos diminutas 
de una hermandad unida 
por la gran casa del alto del monte.

Un jardín, donde se dejaba el mundo y se exploraban lugares salvajes 
con manos regocijando la tierra entre los nudillos infantiles,
donde los arbustos volaban para convertirse en elegantes cortinas de terciopelo, 
abiertas a un público que acudía, sin falta, a toda función.

La cocina donde olores inigualables alimentaban una imaginación compartida 
entre primos, donde manteles de película nos llevaban a cenar con los niños perdidos. 
Tras un cristal acechábamos un pasadizo secreto 
que convertía manjares en una mesa risueña
donde todos los ojos sonreían y las bocas hablaban 
de una vida sin límites 
bajo un toldo marcado tanto por inesperadas lluvias, como por soles de esperanza. 

El abrir de un cuarto que se ofrecía como un baúl rebosando de recuerdos
con literas y armarios que albergaban los sueños 
de transformarse en el relato de cada noche, 
de saltar por el espacio del tiempo y visitar la infancia 
de siglos pasados.
Cuatro paredes y una ventana donde el agua rociará para siempre 
los juegos en los que todos teniamos la misma edad.

Miles de pisadas descalzas han tocado la piedra gallega de una casa sin fronteras;
que cada año recoge el átlantico a sus puertas
dejando entrar la compañía 
de una suave arena eterna.